Los dolores del cuerpo pueden llegar a ser espantosos, pero, por muy
intensos que sean, tienen una curva que va declinando hacia el alivio. En
cambio, los dolores que se instalan en el pensamiento, cuyo origen son hechos
traumáticos o ideas obsesivas, van en una línea recta que parece infinita.
Esto lo vengo a saber muchos años después de que me sucedió literalmente
un viaje, que parecía infinito, hacia la aniquilación. Tenía yo 11 años de edad
y era muy religioso, asistía a misa todos los días muy temprano, porque ayudaba
como monaguillo en la parroquia de mi barrio.
Como parte de mi preparación para ese ministerio que regularmente
desempeñan los niños en los oficios católicos, asistí a un curso que impartió
una señorita muy hermosa, pero que era literalmente fanática del infierno. Yo
no sé dónde habrá aprendido ella fundamentos de teología, pero tenía una
imaginación delirante para describir las penas del infierno y, sobre todo, los
causes de la condenación eterna.
De una manera irresponsable nos describió durante muchas horas un mundo
fantasioso hecho de oscuridad y tormentos, a los que lleva el pecado. No le
importaba a la catequista que su auditorio estuviera formado por niños y adolescentes,
pues parecía solazarse en la cruda descripción de cada uno de los siete pecados
capitales.
En los recesos nos servían un licor casero llamado sangría, que hacían a
base de vino tinto diluido con limonada, en una dosis que por supuesto contenía
alcohol, pero que era delicioso; supongo que para muchos fue nuestra primera
experiencia de embriaguez, porque lo era, al menos a mí me produjo una conexión
muy extraña entre lo que tomábamos en esos recreos y los actos espantosos que
contaba en el curso la señorita guapa.
El caso es que, sin proponérselo, o tal vez sí, puso en los hombros de
unos niños una carga pesada.
Hasta entonces mi conciencia había sido la que supongo es lo normal, me
sentía culpable por un pleito que sucedió hacía algunos días. Natividad
Bonilla, un compañero de mi salón de esos que siempre andan molestando a
alguien, se burlaba de mí cada rato llamándome monaguillo robaveintes. Me daba
mucho coraje que me dijera así, pero él en cuanto me veía entrar o salir me
gritaba, luciéndose, porque seguramente le parecía muy ingenioso el mote que me
había encajado.
En la escuela yo manejaba con discreción mi oficio de acólito, y ahora
todos mis compañeros lo supieron, por culpa de ese payaso.
Un mal día acabó de llenarme el hígado de piedritas, poquito antes de la
hora de entrada. Estaba platicando con Lourdes Buendía, cuando entró gritando
la misma cantaleta de siempre: monaguillo robaveintes. Esa vez me sentí más
humillado, por habérmelo dicho delante de nuestra compañera.
Entonces saqué de mi mochila un lápiz con punta muy afilada y, como si
fuera un puñal, le dejé ir el golpe a la cara.
Allí le hubiera dado, si no es porque él, con los reflejos ciegos del
instinto de conservación, levantó un brazo para protegerse. El lápiz fue a
encajarse en el dorso de su mano derecha.
Cuando vi que empezó a sangrar, no me asusté; al contrario, me sentí bien
porque Boni empezó a llorar delante de Lourdes. Con eso me sentí reivindicado
por todas las que me debía.
Cuando entró el profesor, me mandaron castigado a la dirección, mientras
una maestra de otro salón, que también es enfermera, se puso a curar a
Natividad Bonilla, hecho un mar de lágrimas ya sin importarle su fama de
valentón.
Permanecí castigado en la dirección durante el resto de la mañana. La
directora me entregó un citatorio para mis padres, pero afortunadamente no me
hizo ningún regaño, era mujer de pocas palabras.
En un rincón de la oficina permanecí sentado. Cuando se me bajó el coraje,
me sentí culpable por lo que había hecho. En los seis años de la escuela no
había tenido pleitos, a pesar de que allí abundaban las peleas. A mí los que se
peleaban a trancazos siempre me habían parecido unos verdaderos imbéciles, y
ahora me sentía igualito.
Mi mamá asistió al día siguiente muy preocupada. Cuando me preguntó, le conté
todo procurando quitarle filos al drama, pero ella estaba acostumbrada a que mi
conducta no le daba lata.
En la dirección la recibieron el maestro, la directora y la enfermera
para darle pormenores, entre ellos el de que al niño agredido no se le había
podido sacar la punta del lápiz, porque estaba cerca de una vena y optaron por
dejársela allí para ver si después la misma piel la expulsaba sin daño. Le
notificaron que quedaba yo expulsado tres días.
Eso le pareció muy injusto a mí mamá, pues alegó que el otro muchachito
se había pasado todo el año mortificando a su hijo. Ellos escucharon su
argumento y bajaron la sanción a solo un día.
Este fue el segundo incidente que, junto con la prédica furiosa de la
catequista, desencadenaron en la tormenta que después vendría.
El tercero fue el descubrimiento del recientemente conocido caballo del
Apocalipsis, de los tantos que se han soltado por el mundo en la historia de la
humanidad: el cáncer. Yo no sé cuándo se definió por primera vez ese
padecimiento mortal, pero en mi barrio apareció como novedad y como tolvanera
de rumores.
Para mí fue un impacto terrible. Durante mucho tiempo mi madre y mis tías
no hablaban de otra cosa sino de la multiplicación tóxica de las células que
hacían crecer los tejidos mediante torturas inauditas, hasta que llegaba la
muerte inevitable.
Una noche de insomnio, padecimiento que para los niños no suele ser
común, me pasé horas y horas poniendo esos tres sucesos en un solo cause de
angustia: me inventé la certeza de que Natividad Bonilla, por mi culpa, moriría
de cáncer, ya que tenía dentro del torso de su mano una punta del lápiz que le
había ensartado.
Como castigo, yo empezaría a recibir desde ya mismo todos los
tormentos del infierno que con lujo de detalles había descrito la catequista.
Al final sería condenado por toda la eternidad y que por eso mi madre, mi
padre, mis hermanos, habrían de pertenecer a una estirpe maldita, pues ya
tenían un adelantado en el infierno.
Aquella noche conocí el insomnio, uno muy atormentado. Esas horas de
silencio en el que cualquier ruidito parece una señal de peligro, en el que
cualquier pensamiento se magnifica en oleadas de malos pensamientos donde el
anhelo más vivo es el de que llegue el sueño, o regrese el día.
A pesar de haber pasado la noche en blanco, al día siguiente no me sentí
desvelado; una energía tóxica se había adueñado de mi cuerpo. Recuerdo que a la
hora de peinarme vi en el espejo una mirada intensa que me asustó, pues
deformaba mi rostro hasta parecer otro.
Mi mamá, con lo atareada que
andaba siempre en las mañanas despachando a mis hermanos a la escuela, no se
dio cuenta de mi condición, pero estoy seguro que parecía un alucinado, o un
borracho. Así llegué a la escuela y allí también nadie se fijó en mis ojos
desorbitados, o a lo mejor era yo mismo el que me estaba ahogando en el delirio
de la noche que se continuaba en la vigilia con argumentos cada vez más disparatados
sobre el cáncer, el pecado y el infierno.
Apenas pude concentrarme en las clases y toda la mañana la pasé deseando
que todo terminara, la escuela, mi vida, mi condenación.
La tarde me la pasé tratando de ordenar esa cascada de ideas. No hallaba
qué preguntas pudiera hacerle a mi papá. No tenía dudas, solo sentencias
extremas de todo lo que debía en esta tierra por mi acto violento, los castigos
infernales que merecía. Me aterrorizaba imaginar el proceso de células malignas
que irían consumiendo por mi culpa el cuerpo de Natividad Bonilla.
Ahora que lo escribo me parece absurdo todo aquel mecanismo de ideas
delirantes que a los doce años me atormentaron, pero todavía me produce un
escalofrío saber que estuve a punto de volverme loco, literalmente, o que a lo
mejor aquel delirio que me duró varios días me habrá dejado una lesión
psicótica.
La manera como logré salir de aquella región exaltada que me parecía un
laberinto, fue de lo más sencilla.
Si le hubiera contado a mi mamá lo que me estaba sucediendo, me hubiera
llevado con un médico, y con algunas pastillas hubiera recuperado la calma. Nunca
hallé forma de decirle, así que opté por no preocuparla.
Dos días después de que me dejé llevar por la ira, había ido a
confesarme. El padre solamente me dijo con cierta indiferencia: “no te andes
peleando, no vale la pena. Reza tres Padres Nuestros y tres Aves Marías”. Así
que por ese lado no había nada que hacer, estaba perdonado, aunque yo sabía que
mi culpa trascendía todo perdón que fuera de este mundo.
La manera como me vino el remedio para ese ramal de pensamientos que me
atormentó durante semanas, fue providencial.
Mi papá tenía en el patio un automóvil que se había quedado descompuesto
y allí duró tirado; él le hacía composturas mecánicas, pero nunca logró echarlo
a andar. Un mecánico le dijo que el carro necesitaba un overall, y le dio un
presupuesto carísimo.
En esos días llegó un amigo suyo, de Namiquipa, y le propuso un trato:
llevarse el carro, que le había gustado mucho, y cambiárselo por un caballo muy
bueno que tenía en el rancho. Mi papá le explicó que el carro estaba
descompuesto y salía caro arreglarlo, pero el hombre insistió. Cerraron trato.
Como soy el mayor de los hijos, mi papá me invitó el siguiente domingo a
calar el caballo. Se lo habían entregado con montura y rienda. Mi papá, aunque
era hombre de ciudad, se había criado en Babonoyaba, donde nació, y sabía todo
lo del rancho. Ese día lo ensilló muy temprano, me había pedido que estuviera
listo a las 7 de la mañana, y nos fuimos.
Cabalgamos por la rivera del río Chuvíscar, que en aquellos años no
estaba canalizado; íbamos despacio por un camino rodeado de árboles y arbustos
que yo no conocía. A la izquierda apareció el Santuario de Guadalupe y algunas
mansiones, pero más allá no había población, el puro llano.
Como a las dos horas de avanzar, mi papá detuvo el caballo a la orilla de
un árbol, lo desensilló y le quitó la rienda; lo dejó amarrado con una soga
larga para que pastara. Nos pusimos a almorzar unos burritos que preparó mi
mamá, que me supieron deliciosos porque ella cocinaba muy rico. Contrario a lo
que me había pasado en los meses recientes cuando no tenía un apetito y comía
sin ganas.
Al terminar descansamos un rato y luego mi papá me dijo: estas son las
tinajas del Chuvíscar; vamos a meternos al agua para enseñarle a nadar.
Me alegró su propuesta porque siempre me había gustado cuando él me
invitaba a hacer juntos lo que fuera. Sacó de una bolsa de lona dos trajes de
baño nuevecitos, los dos eran azul marino y el mío me gustó mucho. Detrás de un
árbol me cambié, y cuando volví él ya tenía el traje puesto. Me dijo: tenga cuidado
con el agua, yo voy a entrar primero y luego le digo cuándo brinque.
Lo vi saltar al agua y desapareció, pero un instante después lo miré que
salía, se deslizaba por la superficie del pequeño lago con facilidad y avanzó
unos cinco metros y desde allí me saludó.
Tontamente pensé que me había hecho la señal de que lo siguiera, y
brinqué al agua con tal fuerza que me hundí muy profundo y aun así no tocaba el
fondo para impulsarme hacia arriba.
Sentí la desesperación terrible de quien respira en otro elemento que no
es el de la dimensión del aire; a pesar de mi lucha desesperada por impulsarme
hacia la superficie, no salía. En esos momentos que parecieron eternos funcioné
con el puro instinto de conservación, no había pensamientos y ni el menor asomo
de todas las ideas pavorosas que me habían acompañado durante las últimas
semanas, solo quería recuperar la vida que poco a poco iba perdiendo sumergido
en la tinaja. 
Estaba a punto de perder el conocimiento cuando sentí la mano de mí papá
que me jalaba, primero de la cabeza y luego de los hombros, hacia fuera. Supongo
que debo haber estado muy abajo, porque él tardó como dos minutos en salir
junto conmigo. Dos minutos que me parecieron la eternidad.
Mi papá había tenido que nadar cinco metros desde que vio que salté al
agua a lo tarugo. Cuando recuperé el sentido, tuve un hilito de satisfacción al
darme cuenta de que él me había rescatado. Pocas veces se siente tan cercano el
cariño de un padre, sobre todo en aquellos tiempos en el que los papás
permanecían alejados física y espiritualmente de los hijos, a diferencia de las
madres, que siempre están ahí, para bien y para mal.
A pesar del susto, y de que claramente estuve a punto de morir ahogado,
aquel fue un día feliz, por los hermosos parajes que recorrí a caballo y
caminando, pero sobre todo por la convivencia tan amistosa con mi jefe, como
dos iguales que pasean. Aunque era de pocas palabras, y no platicamos de nada
especial, tuve conciencia de que aprendí varias lecciones con él.
La principal no me la dio tanto él, sino mi encuentro casi metafísico con
el agua; el choque violento de la asfixia me limpió para de toda aquella
angustia mental que había sido otro tipo de río donde me ahogaba cada hora,
cada día, de sol a luna. Desde entonces jamás he vuelto a meterme en ningún
tipo de abismo espiritual.

Jesús Chávez Marín