Las cosas que ocurren en las mañaneras son muy extrañas. Ayer se
presentó una guía ética que es algo así como un raro coctel del libro
verde de Muamar Gadafi con el libro rojo de Mao, mezclado con el catecismo tradicional para niños que celebran la primera comunión.
Creo que lo último que necesitamos es que, desde el gobierno, desde
cualquier gobierno, se establezcan guías éticas para la sociedad: es la
sociedad la que le tiene que imponer normas éticas al gobierno. Y que la
guía sea elaborada por un grupo de militantes destacados de un partido,
de cualquier partido, la hace más sospechosa, innecesaria e inútil.
Pero, unas horas antes de presentar su guía ética, el presidente López Obrador había publicado un tuit en recuerdo, como millones en el mundo, a Diego Armando Maradona. Dice ese tuit que “en México, Maradona
vivió su momento estelar como futbolista. En lo personal, por él
encontré la gracia a ese deporte. Pero mi admiración mayor siempre fue
su congruencia. Nunca renunció a sus ideales, aunque pagara el costo de
ser políticamente incorrecto”.
Si el Presidente “le encontró la gracia” al deporte más popular del mundo sólo viendo a Maradona, eso confirma que no entiende de futbol, lo suyo es el beisbol, pero tampoco entendió a Diego, alguien alejado de la coherencia como pocos.
Nadie ha expresado mejor la dicotomía entre el genio y el hombre, entre el origen y la leyenda, que Jorge Valdano,
su compañero y amigo en la selección argentina, hoy uno de los mejores
periodistas deportivos a nivel mundial: “Hay algo perverso —escribió
ayer— en una vida que te cumple todos los sueños y Diego
sufrió como nadie la generosidad de su destino. Fue el fatal recorrido
desde su condición de humano al de mito, el que lo dividió en dos: por
un lado, Diego; por el otro, Maradona. Fernando Signorini, su preparador físico, tipo sensible e inteligente y, posiblemente, el hombre que mejor le conoció, solía decir: ‘Con Diego iría al fin del mundo, pero con Maradona ni a la esquina’. Diego era un producto más del humilde barrio en el que nació. A Maradona
lo sobrepasó una fama temprana. Esa glorificación provocó una cadena de
consecuencias, la peor de las cuales fue la inevitable tentación de
escalar todos los días hasta la altura de su leyenda. En una
personalidad adictiva como la suya, aquello fue mortal de necesidad”.
Maradona no fue un tipo coherente. No fue perseguido por sus ideales. Quizás el Presidente se refiera a la relación con Fidel Castro, Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Fidel, que murió también un 25 de noviembre, tampoco sabía de futbol, pero sí sabía lo que representaba Maradona, y le dio cobijo en Cuba cuando la FIFA y Estados Unidos se le fueron encima, por la conocida adicción de Diego,
iniciada en Barcelona, pero convertida en hábito en Nápoles, donde
convivió con ese mundo tan parecido al de sus orígenes en Villa Fiorito,
cuando había alcanzado la cima, de la mano de la Camorra napolitana.
Fidel lo presentó con Chávez y por éste conoció a Maduro. No había demasiada ideología en ello, había un poco o un mucho de revancha y reconocimiento social. Como dice también Valdano, Diego
era “un hombre que, por su condición de genio, dejó de tener límites
desde la adolescencia y que, por su origen, creció con orgullo de clase.
Por esa razón, y también por su fuerza representativa, con Maradona
los pobres le ganaron a los ricos, de manera que las adhesiones
incondicionales que tenía allá abajo fueron proporcionales a la
desconfianza que le tenían los de arriba”.
Pero en otro sentido Maradona representaba todo lo
que la guía moral del gobierno dice impulsar. Su vida personal fue
catastrófica, su relación con la cocaína durante décadas y siempre con
el alcohol lo convirtieron en un hombre de 60 años con el cuerpo de un
anciano; tuvo numerosas parejas y con todas terminó muy mal, incluso con
violencia; tuvo divorcios escandalosos; era machista; todavía nadie
sabe cuántos hijos ha tenido fuera del matrimonio y cuántos de ellos han
sido o no reconocidos. Todos se trataron de aprovechar de Maradona
y él trató de aprovecharse también de todos. Su generosidad innata y
capacidad de despilfarro iban de la mano con una explosiva mezquindad
que exhibía cuando se sentía amenazado, menospreciado, desplazado.
Creo que nadie en México escribió mejor sobre Maradona que Antonio Marimón, aquel amigo entrañable, maestro y cómplice (lo recordaba ayer Héctor de Mauleón) que se nos fue tan prematuramente. En una de sus crónicas (Último tango en Buenos Aires, Diego, Cal y Arena, 1999) se preguntaba si Diego
fue víctima o responsable de las manipulaciones médicas que lo
arrojaron a las adicciones y al rápido deterioro de su salud. “Fue
responsable —escribió Marimón— de no desechar los
atajos, los filtros pseudomágicos, los sospechosos tratamientos
intensivos que lo recuperaban de sus depresiones para forjarlo como un
nuevo Hércules, cada vez más frágil, artificial e inestable”.
No hay coherencia en todo ello, la única coherencia es la del genio futbolístico de Diego, que se perdió en la maraña y el caos de la leyenda, la de Maradona.