José
Luis Ramírez no parecía poeta sino mascarrieles, pero lo era; no muy bueno, por
cierto, pero hasta había ganado premios nacionales y toda la cosa. Desde el
primer premiecito municipal se trepó al ladrillo y lo perdimos; enloqueció de
manera atroz y ni remedio en la botica.
Renunció
a su modesto empleo, ya era poca cosa para tamaño Borges del rancho; se
divorció de su señora que vivía en Delicias, no le daba suficiente dinero para
las exigencias de poeta laureado, la muy tonta se negaba a ser mecenas de la
gloria; abandonó a su hijita a pesar de que la quería mucho y le dedicaba
poemas. Empezó a portarse grosero con los amigos, que lo toleraban con
paciencia y antiguo cariño; les escribía cosas tremendas en los pasquines: de
burgueses, mediocres y lectores poquitos no los bajaba.
Pero
muy pronto se le acabó el dinerito del premio y empezó a pasar aceite. En su
cuarto de vecindad se acumularon recibos pendientes y en el refri no había ni
frutas ni verduras. Ups, pues ni modo. A buscar trabajo. Como siempre que
andaba en apuros, de inmediato fue con su amigo David, a quien había llamado
burócrata inútil del mester de culteranía, lo menos, pero no importaba; aquel
era hombre maduro y generoso, a eso se atenía el desquiciado bardo.
―Pues
aquí me tienes de nuevo, amigo, navegando en esta sociedad injusta que no
aprecia a sus poetas.
No
tenía empacho en llamarse poeta a sí mismo, lo cual sonaba ridículo en aquellos
terregales.
―¿En
qué puedo ayudarte esta vez, José Luis?
―Lo
primero ver si me podrías prestar tres mil, para nivelarme. Tengo vencidos el
gas, el agua, la luz, el cable y el internet. Segundo ver si me podrías dar
trabajo aquí. Pienso que es fácil, eres el director.
David
en ese entonces lo era, de la preparatoria federal.
―Pues
mira: lo primero, imposible. Los tres préstamos anteriores jamás los pagaste.
Si te doy otra vez, de seguro se te va a volver a olvidar, ya me debes mucho.
―Tú
sabes que quiero pagarte, pero no me ha sido posible. Metí mi engargolado al
Premio Aguascalientes; en cuanto gane te pago lo de antes y lo de ahora.
Aliviáname.
―Pues
no. Pero tienes suerte en lo segundo. El bibliotecario de la escuela ya está
muy viejito, inició los trámites de su jubilación. Por lo pronto, veme trayendo
tus documentos.
―¿Cuáles
necesitas?
―Lo
de siempre: acta de nacimiento, el curp, certificados de estudios.
―No,
espérame. Los únicos papeles que tengo son donde vienen escritos mis poemas, y
mi universidad son los libros del Fondo de Cultura Económica; en eso me parezco
a Juan José Arreola, como tú sabes.
―Pos
sí, José Luis, pero a Arreola le tocó el epicentro de la guerra cristera, no
había escuelas, y él trabajó años como editor en el Fondo. Tú en cambio…
ubícate, maestro.
―Pues
nada tengo qué envidiarle a Arreola, para que te lo sepas. Mira, voy a ver si
hallo al que fue director de la prepa en Barrio Viejo para tramitar mi diploma
de bachillerato. Y me voy a inscribir en la licenciatura de filosofía en línea,
en dos por tres me titulo de lo que ya soy, un fiósofo con toda la barba.
Para
quitárselo de encima, David le dijo que estaba bien. Con amistosa solidaridad
le ayudó a zanjar los requisitos burocráticos en la SEP; a los cinco meses le
dio posesión de la biblioteca. José Luis entró por la puerta con burbujeante
regocijo, a vivir entre libros y emular al mismísimo Borges, quien había sido
bibliotecario en Buenos Aires.
Todo
iba bien, en poco tiempo ya hasta segunda esposa tenía y a su hijo le llamó
Jorge Luis, como él mismo debería haberse llamado, bueno pero ni modo, el
nombre no importa si es uno casi la reencarnación libresca del insigne colega.
Pero
Ramírez era ingrato de nacimiento, a los dos años ya no podía soportar que
David fuera su jefe, que viajara a México, a todos lados; que ganara más,
siendo a todas luces tan inferior a su intelecto, según él, quien además seguía
siendo el campeón de la alabanza en boca propia es vituperio. Una vez le dijo
en una fiesta literaria, ya entrados todos en copas, muy entrados:
―Pues
mira, David, y perdóname que te lo diga con brutal sinceridad. A ti lo que te
molesta es mi grandeza. Y esa, óyelo muy bien porque no te lo voy a repetir, no
tiene fecha de caducidad.
David
no le contestó. Su talente fue siempre sereno y además conocía las necedades de
su amigo, y que borracho era poquito peor. Se fue a otra tertulia, lo dejó
hablando solo.
Pero
José Luis es como una mula, terco. El lunes siguiente inició una campaña para
tumbar al director, a su amigo, al que le había dado trabajo incluso sin
cumplir los requisitos escolares. Revivió antiguos lenguajes anarquistas,
frases viejas de jerigonza sindical; logró convencer a dos conserjes y a un
profesor de civismo de hora clase a que exigieran sus legítimos derechos en un
parque del centro, con mantas y aparatos de sonido. Se estrenó como orador
político, pero la gente se aburría porque le metía demasiada morcilla al discurso,
nadie entendía ni papa.
El
precario movimiento sindical fue un fracaso; uno de los conserjes fue despedido
y al profesor no le dieron ya grupos. Ramírez salvó el pellejo otra vez por la
magnanimidad de su amigo, aunque vivía convencido de que era por su prestigio
de escritor, cómo no, en un pueblo donde nadie lo conocía y los pocos lectores
del lugar jamás lo pelaban, leían a Borges y a Juan José Arreola, no a su
pobrecito imitador.
A
pesar de todo, la carrera literaria de José Luis rendía algunas satisfacciones
para él. Fundó el Taller Literario José Luis Ramírez y algunos incautos de
verdad andaban fascinados con su aparatoso magisterio. Escribió el libro de sus
memorias, de cuando era muy pobre y huerfanito recogía comida en los botes de
basura. Hizo un libro de leyendas que no tuvo mucho éxito, le metió demasiada
mentirita de su cosecha a las desdibujadas historias populares que había recopilado
en las cantinas. Pero ahi la llevaba, varios libros suyos había impreso el
Gobierno del Estado y estaban listos para la posteridad en bodegas oficiales.
También
le llegaba alguna que otra invitación, una vez hasta fue a Canadá y le
publicaron un libro bilingüe de sus poemas que durante años no se cansó de
presumir. Agarró la costumbre de perorar sobre cualquier tema: a unas señoras
de Juárez les dijo en un congreso feminista que a ellas las matan porque no han
sabido guardar los valores familiares y a veces se vestían como pirujas, por
poco lo linchan. Escribió un libelo donde afirmaba que a las mujeres poetas de
Chihuahua les faltaba calidad literaria y les sobraba ginecología. Lo invitaron
a un programa semanal de radio y ya no lo soportaron, tuvieron qué correrlo; él
dijo que había sido por la injusticia y la envidia de su talento incomprendido.
Pronto
llegó su segundo divorcio; no había mujer que pudiera vivir con un ego tan
enfático. Y ese fue su Waterloo. No fue capaz de suicidarse, como lo había
poetizado en uno de sus libros, pero le entró una depresión de meses que lo
obligó a pedir un permiso en el trabajo y ausentarse del pueblo para buscar
horizontes promisorios. A punta de suplicas por correo electrónico consiguió
que lo invitaran a Chile, a un encuentro internacional de poetas, y que la
presidencia municipal le pagara su pasaje en avión. Y ese avión, al caerse al
mar y desaparecer en el fondo, fue el que puso punto final a la carrera
literaria del prócer, y a su vida.
Jesús Chávez Marín